Nos guste o no debe admitirse que en cuanto a la música “grande”, si en Miami pasa mucho, pasa menos de lo que debería, considerando el potencial de una ciudad de su tamaño en un enclave privilegiado. Es un reto que tarde o temprano habrá que asumir, si no continuará un lento declive con consecuencias previsibles, francamente desafortunadas. Asimismo, de vez en cuando, un chispazo alumbra, sorprende por lo inesperado, por una indoblegable excelencia que irrumpe irrefrenable permitiendo abrigar cierta esperanza.
Tal el caso del recital de Johannes Moser. Si el eximio chelista deslumbró al público el pasado año en su actuación con la Orquesta de Cleveland (y seguramente volverá a hacerlo cuando regrese la próxima temporada con la New World Symphony) su concierto de cámara en el Suntrust Pavillion del New World Center merece un elogio superlativo por muchas razones. Una de ellas, haber tenido que cambiar de partenaire a último momento cuando por problemas de visado su compañera de gira mundial, la pianista italiana Gloria Campaner, le fue imposible secundarlo. Casi “al toro” fue reemplazada por John Wilson, el valiente fellow de la New World Symphony que supo ajustarse y cumplir la difícil tarea de complementarse con un rival de tanta fama.
Un programa que apeló a la melodía italiana, la ferocidad rusa y la reciedumbre alemana representadas respectivamente por Respighi, Prokofiev y Brahms y que permitió al chelista canadiense-alemán exhibir un muestrario de habilidades a cuál más notable. Hijo de la soprano Edith Wiens y del chelista Kae Moser (y sobrino de la famosa Edda Moser), es obvio que la música corre por sus venas ya que es en la musicalidad y compenetración donde su arte deja un impacto difícil de olvidar. En la soltura, naturalidad y espontaneidad en el tratamiento del material abordado; en su enfoque honesto, respetuoso y moderno y en el supremo dominio del instrumento, Moser reconfirmó la inmejorable impresión causada la pasada temporada.
El Adagio con variaciones de Respighi emanó encanto mediterráneo, como debe ser, casi pucciniana en expresividad aunque enraizada en la tradición clásica. Tácito homenaje a los 90 de Rostropovich, que hubiese cumplido un día antes, Moser abordó la fenomenal Sonata en Do mayor que Prokofiev compusiera al gran “Slava” y que estrenó junto a Richter en pleno stalinismo. Los aspectos folklóricos emergieron con inusual fiereza, tanto en la gravedad del primer movimiento como en los enérgicos ataques del tercero y las ironías humorísticas del segundo.
La segunda mitad de la velada perteneció a la Primera sonata de Brahms, con un espléndido Moser seguido atentamente por Wilson. Una de las obras mas bellas del hamburgués fue encargada por el amateur austríaco Josef Gänsbacher –y el chelista aprovechó para contar una buena anécdota entre ambos– Moser supo plasmar los eternos opuestos brahmsianos, la tempestad y la ternura, el intelecto y la pasión desatada con admirable balance, sumado a una sonoridad aterciopelada y rica. Impecable. Como impecable El cisne inevitable bis que concluyó un recital como los que se necesitan más y más cada día en Miami y en todas partes. Demás decirlo, una cita de honor para la próxima temporada.
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