La última vez que el albergue Homestead Temporary Shelter for Unaccompanied Children estuvo abierto en el 2017, algunas noches llegaban 60 niños en un autobús fletado. Otras noches eran 120 más.
Los llevaban al extremo norte del albergue para procesarlos y que un médico los viera, y quizás los trataban para quitarles los piojos que se les pegaron durante el largo viaje desde Centroamérica hasta Estados Unidos. A todos los vacunaban y algunos se sentían mal por la vacuna en los días siguientes.
Unos pocos eran trasladados a otras instalaciones de mayor seguridad, entre ellos menores embarazadas o que, por sus tatuajes, se sospechaba que eran pandilleros. Desde el momento que llegaban hasta que se marchaban para vivir con familiares o patrocinadores, por lo general un mes después de llegar, los niños eran atendidos por trabajadores sociales, médicos y psicoterapeutas.
El albergue, que recibió poca atención pública entre su apertura en el 2016 y la primera vez que lo cerraron en el abril del 2017, está ahora en medio de un caldeado debate sobre la política de separación de familias en la frontera implementada por el gobierno del presidente Donald Trump. Desde la reapertura del albergue en febrero del 2018, frente al complejo se han realizado protestas públicas, después que se reveló que por lo menos 70 niños separados de sus padres en la frontera estaban allí.
Un juez federal ha ordenado que este grupo de menores, y otros en otras instalaciones en el país, sean entregados a sus familiares.
Crearse una imagen de la vida dentro del segundo albergue para menores inmigrantes más grande del país es difícil. Excepto una breve visita guiada a los reporteros el mes pasado —a quienes no se les permitió hablar con los niños— y un video de 90 segundos, funcionarios del Departamento de Salud y Servicios Humanos (HHS), que supervisa la instalación, y Comprehensive Health Services, la firma contratada que maneja el lugar, se conoce muy poca información.
Pero en conversaciones con varios personas que trabajaron en el albergue en el 2016 y 2017 —un trabajador social, un supervisor, una maestra y un trabajador de la salud, tres de los cuales hablaron a condición de no ser identificados— ofrecen un vistazo de lo que ocurría allí. El albergue es a la vez un lugar ordenado, donde los niños caminan en fila y viven según un cronograma estricto, y dinámico, porque el personal tiene que ofrecer tanto tratamiento médico como encontrar nuevos hogares a miles de niños en todo Estados Unidos.
El antiguo supervisor estimó que, durante los meses en que más niños llegaban al lugar en el invierno de 2016-2017, todas las semanas llegaban y salían unos 500 niños.
Kenneth Wolfe, portavoz del HHS, dijo que la cantidad de menores no acompañados en el albergue llegó a 1,750 la última vez que estuvo abierto. Pero varios antiguos empleados dijeron que en realidad fueron más de 2,000. Según el antiguo supervisor, a finales del 2016 y principios del 2017 había 2,200 niños, período que calificó de “tres meses de locura”.
“Todos sabían la cantidad de niños que estaban allí”, dijo, señalando que la administración ofrecía actualizaciones regulares.
El supervisor dijo que las grandes tiendas de campaña en el lado norte de la instalación, que se usaban para recibir a los recién llegados, tenían capacidad para albergar a miles más. Según el supervisor, había 12 salones con 600 literas cada uno. En el lado sur, donde vivía la mayoría de los menores, era más pequeño y tenía entre cuatro y seis menores por habitación y unas 2,000 camas en total.
“Con el personal adecuado, el albergue puede acoger a unos 8,000 niños cómodamente”, dijo el antiguo supervisor. “Nunca llegó a esa capacidad, pero estábamos listos por si acaso”.
Gail Hart, portavoz de Comprehensive Health Services, dijo que todas las preguntas sobre el albergue deben enviarse a la Oficina de Reasentamiento de Refugiados del HHS. Funcionarios de esta entidad no respondieron a preguntas sobre la cantidad de camas que hay en el lugar.
El supervisor estimó que, durante al menos un año, en la instalación hubo más de 10,000 niños. Pero entonces, alrededor de marzo del 2017, “los niños dejaron de llegar”, dijo. El primero día de abril, de repente, el albergue fue cerrado y cientos de empleados quedaron cesantes. No está claro adónde fueron enviados los menores a partir de entonces.
El albergue en 960 Bougainville Blvd. acoge actualmente a unos 1,200 niños, dijo Wolfe, quien agregó que no hay planes de ampliar la instalación.
El personal tenía órdenes estrictas de no hablar con la prensa en el 2016 y 2017, dijeron antiguos empleados. Y ese parece que es también el caso ahora. “Conozco a gente que sigue trabajando allí”, dijo el ex supervisor. “La mayoría se negará a hablar con usted”.
El supervisor se asombró de escuchar que el HHS había revelado la cantidad de menores que hay en el albergue. “No sé si las normas han cambiado, pero nadie podía decir cuántos menores había en el albergue”.
Cuando la instalación finalmente cerró en abril del 2017, el personal tuvo que firmar documentos en que aceptaban no hablar públicamente de su experiencia, según la antigua maestra Lourdes Pérez Ramírez, quien no estaba presente en el momento de la firma de los documentos —ese día estaba enferma— pero varios colegas se lo contaron.
La mayor parte del personal en la instalación es de contratistas privados. El ex trabajador de la salud dijo que se asombró de la cantidad de subcontratistas que operaban en el lugar, al punto que creía que Comprehensive Health Services derrochaba dinero.
Esa persona dijo que nunca vio que llamaran a la policía local o estatal a la instalación. Ramírez se sorprendió una mañana al enterarse que un niño había escapado, pero no vio a una sola patrulla policial.
“Si alguien se escapa. ¿no debe ir la policía?”, dijo.
Comprehensive Health Services, con sede en Cabo Cañaveral, también subcontrata a los maestros, una decisión que ha provocado preocupación a Alberto Carvalho, superintendente de las Escuelas Públicas de Miami-Dade, quien dijo que el albergue no había sido transparente con el distrito escolar sobre los niños que caen bajo su jurisdicción.
El distrito ha enviado maestros a otros dos albergues para menores no acompañados en el condado: el Msgr. Bryan Walsh Children’s Village, de Caridades Católicas, antiguamente conocido como Boys Town, y el albergue His House, en Miami Gardens.
A los niños les daban unos pocos libros, muchas veces por debajo de su nivel educativo, dijo Ramírez, y no les permitían llevar sus libretas a los dormitorios. Ramírez dijo que los administradores tenían temor de que si los niños levaban lápices a los dormitorios podían usarlos para atacar al personal o a otros menores.
Ramírez dijo que los niños tenían ganas de aprender. Ella les enseñaba inglés y les explicaba el proceso para ser ciudadanos estadounidenses. “Les encantaba eso”, afirmó, pero a final de cuentas “no era una escuela”.
Ramírez también describió una gran actividad médica que creó sospechas entre algunos maestros, que no conocían el estado de salud de los niños. Varios de sus aproximadamente 30 alumnos eran sacados de clase todos los días para tratamiento médico, aunque le dijeron que no preguntara por qué. Muchas veces se los llevaban en grupo a primera hora de la mañana y podían demorar horas en regresar.
“A veces no los veíamos el resto del día”, dijo Ramírez.
Esa rutina llevó a Ramírez a preguntarse si a los niños los medicaban indebidamente, pero otros empleados dijeron que no sucedía nada perverso. El ex supervisor dijo que debido a las leyes de privacidad, solamente los trabajadores sociales y personal médico podían saber por qué los niños estaban recibiendo tramiento. Los maestros, dijo “no tenían uso para esa información”.
“[A los niños] les daban medicinas según sus necesidades”, dijo el supervisor. “Muchos llegaban enfermos o se enfermaban una vez en el albergue”.
El ex trabajador social describió el sentido de urgencia del proceso. “Todo tenía por fin reunificarlos con sus guardianes legales. Por lo tanto, el personal aprovechaba todo el tiempo posible durante el día”.
Varios ex empleados dijeron que a los menores no los trataban con antidepresivos o medicinas contra al déficit de atención, como supuestamente ocurrió en un caso en un albergue de Texas. Si un niño se sentía deprimido, dijo el supervisor, lo llevaban a hablar con un asesor certificado.
“Estos niños tienen acceso a médicos, abogados, psicólogos, y todo de inmediato”, dijo el ex supervisor. “Según mi experiencia, los tratan muy bien. Este no es el mismo tipo de albergue que el de Texas”.
El sueldo base de los trabajadores que se ocupaban de los niños era $16 la hora, según el ex supervisor.
“Este albergue beneficia económicamente a Homestead”, dijo. “Muchos de estos trabajadores tenían antes salarios muy bajos”.
Pero otros empleados tenían una opinión mucho menos positiva. Ramírez, la maestra, dijo que los niños con frecuencia estaban tristes.
“Es en lo fundamental como una prisión”, dijo. “No se puede entrar a ciertos lugares, no se puede abrir ciertas puertas, no se puede hablar a los niños a menos que sea el trabajador social encargado, no se puede hacer nada”.
Ramírez recordó a un niño que lloraba todos los días porque extrañaba a su mamá.
“Cuando un menor de 13 años llora todo el día, obviamente hay algo mal”, dijo.
El albergue tiene una seguridad limitada: los guardias no están armados y un empleado dijo que los incidentes violentos eran cosa rara. Durante un recorrido por la instalación el mes pasado, directivos de Comprehensive Health Services reconocieron que un menor había tratado de escapar, pero que lo encontraron rápidamente. Un empleado hace guardia por la noche junto a las habitaciones, dijo el antiguo trabajador de la salud, para asegurar que nadie escapara.
Mientras tanto, sigue habiendo interrogantes sobre el proceso de contratación de personal del albergue y el comportamiento de los empleados. En noviembre pasado, una antigua trabajadora social de 35 años fue sentenciada a 10 años de prisión por enviar fotos de desnudos y mensajes de texto lascivos a un inmigrante de 15 años que conoció en la instalación.
Más recientemente, una persona condenada por drogas con un historial de cargos de violencia doméstica dijo a un juez que estaba trabajando con niños en el albergue.
Sin embargo. en general, tres ex empleados opinan que a los niños los cuidaban relativamente bien en circunstancias difíciles.
La instalación estaba bien equipada y nunca observé nada inusual”, dijo el antiguo trabajador social. “De hecho, había muchas exigencias sobre el cuidado de los niños, asegurarnos de que los reunificáramos [con sus familias] en el menor tiempo posible”.
Ciertamente, la política de separación de familias del presidente Trump ha creado nuevos retos para el personal encargado de reunir a los menores con sus padres. Pero el HHS se ha mostrado reacio a ofrecer detalles del proceso. A finales del mes pasado, la agencia se negó a confirmar cuántos de los 70 niños separados no habían podido comunicarse con sus padres.
El senador Bill Nelson dijo que se enteró que las autoridades no habían podido ubicar a los padres de ocho de los niños separados. Sesenta padres habían solicitado que sus hijos fueran entregados a patrocinadores o familiares en Estados Unidos, y dos habían pedido que sus hijos fueran devueltos a su país de origen.
El ex supervisor dijo que aunque entendía la frustración sobre el enfoque del gobierno, creía que las protestas frente al albergue son algo equivocado.
“Este albergue existía antes que Trump fuera presidente”, dijo. “Y alberga a personas necesitadas”.
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