Recuerdo aquel soldado joven que llegó de la guerra en Irak, se sentó frente a mí en mi oficina y empezó a llorar. Sin decir una sola palabra, simplemente lloraba y se secaba las lágrimas. Después de un silencio extendido me dijo: “Padre, yo me siento bien de haber servido a mi país y estoy orgulloso de mi trabajo, pero siento como si algo se me ha muerto por dentro, como si tuviera el alma herida”. Y esas palabras nunca se me olvidarán.
Desde que tengo uso de memoria, se habla y también se ora por “la paz en el Medio Oriente”.
La verdad es que la tierra del Príncipe de Paz nunca ha tenido mucha paz. Pero en las últimas semanas no importa cuál sea el medio, ni desde que perspectiva política o ideológica provenga el comentario, la gran preocupación es el conflicto entre Israel y Gaza. Todos tienen una opinión sobre quiénes son más o menos culpables y se escucha hablar de terroristas, como también se habla de gobiernos que responden con mucha fuerza militar, pero más allá de todo eso existe una gran verdad que a veces dejamos hacia un lado: La guerra destruye y acaba sobre todo con algo muy sagrado: la vida humana. Esa es –y siempre será– la mayor tragedia que produce la guerra.
Las imágenes de la muerte y la violencia de tantos inocentes que hemos visto en las últimas semanas nos conmueven a todos. Es lamentable pensar que una vez más, esa región del mundo, muy cerca de lo que muchos reconocemos como “la Tierra Santa”, se encuentra en un estado de violencia constante. Es triste y doloroso, aunque nunca podemos perder la esperanza de que algún día todos los lados lleguen a vivir en paz.
Todo este conflicto me hace pensar en aquel joven soldado, que a diferencia de algunos de sus colegas, tuvo la dicha de regresar con sus piernas y brazos intactos; pero ciertamente con el “alma herida”. Estoy convencido que cada vez que la humanidad recurre a la guerra y a la violencia en vez de luchar por la vía del diálogo y de la razón, lo que realmente ocurre es que el alma de toda la humanidad se ve profundamente herida y afectada, incluso más allá de la pobreza y el desplazamiento de miles de personas de sus comunidades y países de origen. Y mientras más nos dejamos llevar por esa ola de violencia, más atrasamos nuestro verdadero llamado a vivir en armonía y como hermanos, hijos de un mismo Padre Celestial.
No sé qué es lo que ocurrirá en Gaza y en Israel en los próximos días, pero estoy seguro que esas cosas nos afectan a todos. Solo nos queda orar para que el Príncipe de Paz transforme el corazón de los que están involucrados en tanto odio y tanta violencia, para que los conflictos se disipen y algún día el Medio Oriente pueda realmente ver la paz.
El Padre Alberto Cutié es sacerdote Episcopal/Anglicano en la Diócesis del Sureste de la Florida y Rector de la Iglesia de la Resurrección en Biscayne Park - Miami.
Comentarios