En el segundo ejemplar que me regaló de sus memorias, La mirada viva –pues le confesé, apenado, que extravié el primero–, me escribió: “Para el nunca bien ponderado Dr. Alejandro de los Ríos, haciendo votos para que esta vez no sólo te dignes leer el libro sino para que (además) no lo pierdas. Con estimación Alberto Roldán”.
Me tocó en suerte tenerlo como productor durante cerca de una década en la realización del programa La Pantalla de Azogue, de TV Martí, sobre las tribulaciones de Cuba, reflejadas en el cine.
De cierta manera este espacio fue el origen del que hoy presento en el Canal 41, AmericaTeVe, bajo el nombre de La Mirada Indiscreta. Así que tuve la doble fortuna de su inspiración en ambos proyectos.
Creo haber recompensado, sin embargo, tantos esmeros, trayéndole a su atención una Cuba brusca y desesperanzada que él hacía por olvidar. Cuando preparábamos los materiales para La Pantalla de Azogue me decía, con el elegante sarcasmo que esgrimía a la perfección: “Dios mío, qué deprimente es todo. No me castigues más” y luego se sonreía y me hacía alguna anécdota de sus días aciagos antes de abandonar por siempre la isla, donde lo mantuvieron castigado durante doce años por la voluntariedad del comisario Alfredo Guevara.
Pero en el fondo, le complacía constatar que las nuevas generaciones de cineastas cubanos lo tuvieran como antecesor y no pocos mostraban el mismo esmero estético en sus materiales que él le dispensó a su filmografía, donde consta un largometraje raro y notable en la cinematografía cubana como La ausencia (1968) y muchos otros documentales entre los cuales figuran Primer carnaval socialista (1962) y Una vez en el puerto (1963), apuntes adelantados sobre lo que ya se iba quebrando y perdiendo en el devenir desastroso de la revolución.
Entre las descripciones que se han hecho del dañino Guevara, siempre disfruté la que Alberto apunta en sus memorias: “…un personaje pálido de caderas anchas, carnes blandes y calvicie incipiente en su treintena y media de años, que se expresaba con un dejo blasé, ese hastío típico de las sensibilidades gastadas, afectación que incluía un manejo constante de la ironía sugiriendo el notorio desdén de las clases altas, de cuyo seno el Director del ICAIC ciertamente no provenía”.
El aire de Alberto Roldán era aristocrático, de una ética profesional irreprochable. No se podía contar con él para eventos públicos y se burlaba de la frivolidad de la vida social. Eso sí, fue cumplidor, a la antigua, ante cualquier novedad. Lo recuerdo entre los pocos amigos presentes en el velorio de mi hermano.
Luego de mucha insistencia, logré tenerlo de invitado en La Mirada Indiscreta para un programa sobre su cine que resultó ser inolvidable.
Veneraba al realizador francés Alain Resnais, pero a mí siempre me pedía copias de thrillers norteamericanos, para entretenerse.
Hijo de músico y sobrino del gran Amadeo Roldán, Alberto se sabía al dedillo todo el repertorio clásico, que solía escuchar con deleite. Beethoven era su compositor predilecto, creo haberle escuchado decir.
“Rememoraría asimismo cada una de las épocas en las que creía avanzar hacia un futuro que, en el fondo, no parecía llegar, un mañana que no podría alcanzar por haberse opuesto a los planteamientos abismales de ese régimen que se proponía terminar con la individualidad, alienando a todo el que no respirara el espíritu viciado de sus imposiciones”, escribe sobre su alter ego en La mirada viva, antes de partir al exilio.
Me lo imagino sonriendo al leer esta columna desde algún lugar. Descansa en paz, querido amigo, pues los verdugos serán borrados del mapa, y tus imágenes cubanas sobrevivirán por siempre.
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